Ya en este instante
moría, chorreando dulce rocío de dolor por todos los poros de su cuerpo, y
mientras la divina luna lloraba la desgracia del milagro, la Vida, mutada en
una asquerosa vieja decrepita con olor a doscientos años de sufrimiento, la
daba a los brazos de la Muerte, cuyas hermosas y perfectas facciones eran
iluminadas tras la luz del alba purpurea y carmesí. Los inciensos de dolores
iluminaban el camino hacia el fin del calvario. Había sido una tremenda
travesía y sobre todo, con ímpetu de complacencia derretida, había sido una miserable
bendición. Aun así, no todo parecía perdido. Ni el olor pútrido de las rosas
que lloraban en ese lugar, ni las saladas velas que con encanto
acariciaban el desconsuelo podían romper el calor de aquella terrible
oscuridad. Y el incienso sufría, la luz agonizante sufría, la estéril y árida
esperanza sufría porque sabían ya que no había paz; sólo dolor. Un dolor que no
reconocían desde aquella noche donde frente al espumoso mar que iluminaba sus
almas con coralinas brisas de sabores, habían presenciado los horrores de una
temible tempestad. Pero ahora ya no existían esos aires tan oceánicos, sino más
bien, existían estos sofoques de soledad, que con pureza se impregnaban dentro
de la piel y se deglutían en ramificaciones agonizantes para la tosquedad alma.
¡Qué sublime! Y como lo esperaban, la insoportable pestilencia de las gladiolas
se comenzó a licuar junto con el delicado aroma de la basura putrefacta para recaer
sobre el velo sagrado del momento.
Ahí estaba su cuerpo;
chorreante como una cascada de múltiples miserias y cual obra maestra, pintada
magníficamente con un semblante de calma que aterrorizaba en una palidez de
proporciones bárbaras. No obstante, todavía los hermosos tintes acuáticos
salían de su piel y manchaban la mesa recorriendo la bendita madera hasta caer
como llovizna primaveral sobre el profano suelo implorante. Casi como crítico
camino calcinante que conducía cantos cadavéricos. Más aún, el olor de aquellos colores teñía el ambiente
con diversos sentimientos que penetraban por las manos a los que presenciaban
aquella mística escena. Era un paraíso arcoíris que sublimaba el dolor de la
pérdida. El rojizo carmesí dilataba la sangre hasta explotar al corazón en una
radiante danza de cálidas amnesias. El naranja gritaba salvaje la alegría de la
vida y hacía sacrificios de amor por la torpeza de su suerte. El amarillento
verde silbaba una aguda melodía que despertaba los instintos más gozosos y las sonrisas más intrépidas. El acuoso
turquesa limpiaba los pecados y los horrores, mientras recitaba una oda
silvestre. La pureza del color lavanda rezaba una oración en señal de compasión
y perdón, mientras sangraba intensamente por su intensa flagelación. Y así
todos los colores hablaban sobre una historia diferente, un relato misterioso
que sólo se descubría en aquella absoluta oscuridad solar de ochocientos
veintitrés cirios, que al caer sobre aquel suelo de profunda tristeza y una blanquecina
desdicha, se evaporaban en cantos de dolor que se podían ver por la gracia del
Señor, a través de nuestra estética que no había muerto aún. Entonces esos densos
vapores coloridos se juntaron con el sacro incienso grisáceo del lugar,
volviendo a aquello un hermoso infierno colorido de ilimitadas sensaciones,
pues los olores, caricias y sonidos provocaban un éxtasis profundo, que hacían derramar
lágrimas de leche y cánticos de miel.
Pero había llegado ya la
hora de la merienda y todos fueron a la mesita de vidrio para comer encima de
varios petates tejidos en un telar hecho de carrizo, que aparte de tejer las
ásperas y brillantes palmas ofrecidas como símbolo de respeto, tejían las
noches estrelladas y el frío de cada una de ellas, como si por cada puntada hecha,
algo en el interior de aquel lugar cobrara forma de conejo y saltara sobre los
cerros invocando a la vida que sollozaba dentro de una tina cubierta de espinas
de pitayas que la hacían sangrar polvos de arsénico. Así se sirvió la comida
fúnebre, entre los olores del vapor colorido que sazonaban aquellos manjares
convertidos en una olla de café, que siendo diluida con agua de panteón,
acompañaba a un plato de barro que
contenía un montón de papel picado de todos los colores posibles. Eso fue lo
que se sirvió, esto fue lo que comieron, aunque claro, no podía faltar el toque
de miseria que acompañaba al momento y las trece cucarachas que esperaban
impacientes los restos de aquel banquete. Pero esta era la costumbre, una
costumbre forjada a través de los lustros fugaces que más bien, como ya sabían
tus ancestros, hedían al perfume de una sinfonía de colores. Y aun cuando
acabaron de deglutir sus deliciosas raciones, podían sentir todavía el vacío
asqueroso de la muerte rondar por sus intestinos rosas, aunque ahora no les importaba
porque había llegado el momento de partir hacía la última morada.
Cuando salieron de aquel
lugar, casi huyendo por la pestilencia de los deliciosos vapores sagrados y de
las suntuosas letanías añejas, comenzó una gran tormenta. Empezaron a llover
ya, pequeñas y muy finas flores violetas, rosas y azules pastel alrededor de la
procesión, cual alegoría, como si el poder del cielo respetara aquel luto
agonizante y agachara la cabeza en señal de veneración. Caminaban por el empedrado con el cuerpo sobre lo más alto, con
sus chorreantes tinturas coloridas que dejaban el rastro de un camino vivaz de
terrible destino y que lanzaba hacia la bóveda celeste sus gases funerarios,
como si se tratara de incienso en una celebración pagana. Los secos, áridos y
dolientes árboles a los lados del camino lloraban de desdicha, arrancando sus
hojas de jalón y sangrando un néctar blancuzco y muy maloliente, casi tan
asqueroso como el olor de las amapolas. Y así caminaron por aquella sofocante y
muy desgastante calzada llena de lamentos, llena de rayos solares quemantes y llena
de aguas negras que decoraban el paisaje dándole un carácter divino. Pero
habían estado allí ya más de doce mil seiscientos segundos y la espesura de la
alfombra de flores a su alrededor hacía cada vez más difícil el avance, que
aunado al estado de letargo de la mayoría de los presentes por la inhalación de
los sacrosantos cantos y vapores coloridos, retrasaban el venturoso final.
No obstante, por fin
llegaron al río, que más bien era una especie de corriente marítima reseca y
atascada de raíces de cedro, de cuyas bifurcaciones parían cantos gregorianos
con sabor a color añil. Allí mismo, enfrente de la salvaje corriente, bajaron
su cuerpo de chimenea de la madera sagrada que lo había sostenido durante tres
mil minutos astrales; ya putrefacta de tanta humedad colorida y con astillas
sueltas que encarnaban el dolor de la procesión, para luego depositar el cuerpo
dentro del río. Entonces, en ese instante hubo sólo silencio; uno tan profundo
como los abismos del paraíso. Todo alrededor se calló de golpe y de golpe igual,
el dolor sacudió la tierra, las ramas, haciendo que los vapores de colores y
los ríos de arcoíris desaparecieran tras una imponente danza. Dolía entonces tanto
como la hermosa mañana en comenzó el martirio. Era un milagro el haber
sobrevivido y aunque no todos compartían ese secreto, la mayoría tenía la dicha
de gozarlo. Un goce hipócrita dibujado con carboncillo helado, tan helado como
el espeso olor a muerte que rodeaba a aquellos dolientes. Y las flores caídas
del cielo se convirtieron en piedras preciosas cuando durante aquel eclipse
volcánico, echaban su cuerpo al río de ramas salvajes. Y mientras la palidez de
su cálido semblante se convertía en una prieta y maravillosa mueca, todos los
presentes coreaban cantos coloridos que formaban un espectro envolvente cuyo
aroma incineraba al cadáver. Los rezos se convertían ya en alaridos y las
plegarias en gritos de compasión, pues aquellos coros minerales alejaban a una
vieja amiga que comiendo un plátano maduro, estaba sentada en un grueso carrizo
casi enfrente de ellos observando su prístina condición. Y así, cuando ya casi
el cuerpo se deshacía en harapos de piel putrefacta, de repente este se consumió
portentosamente en una gran montaña de polvo de múltiples olores que comenzó a
multiplicarse dentro del río hasta formar un cauce musical que entonando con
fuerza la mayor sinfonía colorida, regaba toda la estepa, pudiéndose olerse a
muchos kilómetros de distancia y haciendo vomitar a todo aquel la escuchara por
su beldad.
En aquel momento comenzó
otra llovizna, pero esta vez cayeron con gran intensidad y violencia desde el
cielo, diminutas flores blancas de limonero contrastantes con la calma del
cauce del río y los sollozos de los presentes. Entonces decidí retirarme del
lugar y caminando impaciente, comencé a recorrer el empedrado lleno de dolor y
de martirio, sin siquiera voltear a ver
el final de aquella maquiavélica escena. Y mientras cada uno de mis pasos
resonaba con furia en notación espectral dentro de mis retinas, podía percibir
un delicado aroma que sonaba dulcemente en la finura de mis papilas gustativas.
Con eso, comenzó de nuevo la angustia y el sofoco helado a recorrer mis venas,
espolvoreando risas macabras y miradas sugestivas mientras trataba de que mis
piernas se desanclaran del piso para moverme más deprisa y con un poco de
suerte, volar a través de mi zozobra. Pero tropezaba con las diversas piedras
preciosas acostadas en el piso en tanto las flores blancas empezaban a cubrir
mi cintura, obligándome a sumergirme dentro de esa vertiente florar y nadar por
mi virtud y mi derrota. Cuando salí a la superficie, vi que la lluvia había
parado y que todo alrededor se había convertido en un mar de flores blancas que
emitía una canción dulcísima, pero entonces, también me di cuenta que esta vez
no era el mar el que cantaba. Al alzar la mirada, observé que al fondo y sobre
un empinado risco estaba la Muerte. Era una bella doncella con frívolos
cabellos de diamantes, desesperanzados ojos de esmeraldas, la piel tan blanca
como el interior de una guanábana y una sonrisa angelical llena de perlas. Iba
vestida con una túnica de dorados flameantes y terciopelo negro que la cubría desde
el cuello hasta los pies; de sus hombros colgaban varias cadenas amargas a los
ojos, las cuales sujetaban dos lunas de zafiro. De sus manos salían rezos en
forma de sonatas en tonalidades etéreas de colores morados, rojizos e índigos
que liberaban sus hedores en todo el blanquecino océano. Y de pronto, en un
fugaz instante se posó frente a mí. Entonces sentí como una luz fina recorrió
mi alma desgastando cada pedazo de amor que se encontraba en mí y arañando los
cantos sagrados que había entonado durante mis treinta y ocho agonías lunares
cuando de repente posó su hipnótica mirada sobre la debilidad de la mía. Sólo
tú recordarás como era. Sólo tú sabrás el dolor que me ha causado. Sólo tú
entenderás el sufrimiento, la miseria, la desdicha, la zozobra, la angustia, la
agonía, la desesperanza y el penetrante malestar de las espinas que han salido
de tus ojos, recorrido tu rostro y llegado hasta tu garganta, desgarrando cada
pieza de dicha y de fe. Y finalmente, sólo tú entenderás el momento en que
decidí liberar mi espíritu estallando mi cuerpo en una masa de aires universalmente
coloridos para sacudir ferozmente a esta Muerte hasta asesinarla, soplando cada
vez más fuerte nuestro perfume en una sinfonía de colores que reviviendo los dolores,
marchitaba a aquellas florecillas blancas y alejaban por fin a nuestra vieja
amiga.
Y al final no quedo nada.
Ni los colores, ni los olores, ni los sabores, ni los vapores, ni las sinfonías, ni las ganas
de esperar de nuevo a otra conocida Muerte. Sólo quedaba la misma cariñosa
mujer, que ya sentada en la orilla de su cama como de costumbre y mientras
tejía delicados y tiernos suéteres para su amada familia, observaba al más
joven de sus nietos colocar nueve rosas blancas enfrente de ella, que siendo incapaz
de verla, sólo trataba de olvidar el día de su funeral. Pero súbitamente sus
miradas se cruzaron y mutuamente sus caras se iluminaron con cálidas sonrisas
que derretían el tiempo y la habitación donde se hallaban en recuerdos y
añoranzas de su lugar de origen y al cual nunca volverán.
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Alejandro Iván Flores Chávez