jueves, 29 de octubre de 2015

¡Disnea!



¡Oh! ¡Mira a la muerte!
¡Cómo se burla de nosotros!
Del miedo que tenemos
Sacia sus antojos. 

¡Oh! ¡Mira la amarga noche!
Que brilla en el entorno
Dulce silencio diamante
Que cubre los sollozos.

¡Oh! ¡Qué bellos colores!
¡Oh! ¡Qué bella alegría!
¡Oh! ¡Qué ruin se ha tornado
esta fiel melodía!

Nutre tu temor
Nutre tu gaza
Nutre la vida que se te acaba.

Llora más y no lo contengas
Moja las sombras en tu merienda.

¡Sufre!
¡Sufre fiel corazón!
Que no has partido de aquel cañon.

Y mientras vives
Y mientras mueres
Y mientras respiras lento
¡No te me alteres!

Pero te cuesta
Cuesta ya el alma
Cubre tus fosas en tus entrañas.

¡Oh! ¡Qué angustia me haces sufrir!
¿Cómo te has ido sin despedir?


¡Vibra ya el cielo!
¡Vibra ya el alba!
Noche nocturna
fiel y callada.


Y entre las voces
Y entre las prisas
Se oye mi canto como cenizas.

Espero despierto
Espero callado
Espero la lluvia
y aún no es verano.

Pero la sombra vil y servil
Toma mis ansias en el jardín.

Pero ya es noche
Ya no ilumina
Ya no despierto
Duermo en la vía.

Y afuera es piedra
Fiel y labrada
Que nos embulle
En la mirada.

Dulce traviesa
Dulce balada
¿Acaso has oído
la estrecha plegaria?

Mira mi mano
Dulce consuelo
Nunca te dejo
En los desvelos.

Yo ya me voy
Sonata de Octubre
Amarga canción
Que ya siempre sufre 

Todos los derechos reservados
Alejandro Iván Flores Chávez




viernes, 16 de octubre de 2015

Ritual número uno: Perfume de una sinfonía de colores

Ya en este instante moría, chorreando dulce rocío de dolor por todos los poros de su cuerpo, y mientras la divina luna lloraba la desgracia del milagro, la Vida, mutada en una asquerosa vieja decrepita con olor a doscientos años de sufrimiento, la daba a los brazos de la Muerte, cuyas hermosas y perfectas facciones eran iluminadas tras la luz del alba purpurea y carmesí. Los inciensos de dolores iluminaban el camino hacia el fin del calvario. Había sido una tremenda travesía y sobre todo, con ímpetu de complacencia derretida, había sido una miserable bendición. Aun así, no todo parecía perdido. Ni el olor pútrido de las rosas que lloraban en ese lugar, ni las saladas velas que con  encanto  acariciaban el desconsuelo podían romper el calor de aquella terrible oscuridad. Y el incienso sufría, la luz agonizante sufría, la estéril y árida esperanza sufría porque sabían ya que no había paz; sólo dolor. Un dolor que no reconocían desde aquella noche donde frente al espumoso mar que iluminaba sus almas con coralinas brisas de sabores, habían presenciado los horrores de una temible tempestad. Pero ahora ya no existían esos aires tan oceánicos, sino más bien, existían estos sofoques de soledad, que con pureza se impregnaban dentro de la piel y se deglutían en ramificaciones agonizantes para la tosquedad alma. ¡Qué sublime! Y como lo esperaban, la insoportable pestilencia de las gladiolas se comenzó a licuar junto con el delicado aroma de la basura putrefacta para recaer sobre el velo sagrado del momento.
Ahí estaba su cuerpo; chorreante como una cascada de múltiples miserias y cual obra maestra, pintada magníficamente con un semblante de calma que aterrorizaba en una palidez de proporciones bárbaras. No obstante, todavía los hermosos tintes acuáticos salían de su piel y manchaban la mesa recorriendo la bendita madera hasta caer como llovizna primaveral sobre el profano suelo implorante. Casi como crítico camino calcinante que conducía cantos cadavéricos. Más aún,  el olor de aquellos colores teñía el ambiente con diversos sentimientos que penetraban por las manos a los que presenciaban aquella mística escena. Era un paraíso arcoíris que sublimaba el dolor de la pérdida. El rojizo carmesí dilataba la sangre hasta explotar al corazón en una radiante danza de cálidas amnesias. El naranja gritaba salvaje la alegría de la vida y hacía sacrificios de amor por la torpeza de su suerte. El amarillento verde silbaba una aguda melodía que despertaba los instintos más  gozosos y las sonrisas más intrépidas. El acuoso turquesa limpiaba los pecados y los horrores, mientras recitaba una oda silvestre. La pureza del color lavanda rezaba una oración en señal de compasión y perdón, mientras sangraba intensamente por su intensa flagelación. Y así todos los colores hablaban sobre una historia diferente, un relato misterioso que sólo se descubría en aquella absoluta oscuridad solar de ochocientos veintitrés cirios, que al caer sobre aquel suelo de profunda tristeza y una blanquecina desdicha, se evaporaban en cantos de dolor que se podían ver por la gracia del Señor, a través de nuestra estética que no había muerto aún. Entonces esos densos vapores coloridos se juntaron con el sacro incienso grisáceo del lugar, volviendo a aquello un hermoso infierno colorido de ilimitadas sensaciones, pues los olores, caricias y sonidos provocaban un éxtasis profundo, que hacían derramar lágrimas de leche y cánticos de miel.
Pero había llegado ya la hora de la merienda y todos fueron a la mesita de vidrio para comer encima de varios petates tejidos en un telar hecho de carrizo, que aparte de tejer las ásperas y brillantes palmas ofrecidas como símbolo de respeto, tejían las noches estrelladas y el frío de cada una de ellas, como si por cada puntada hecha, algo en el interior de aquel lugar cobrara forma de conejo y saltara sobre los cerros invocando a la vida que sollozaba dentro de una tina cubierta de espinas de pitayas que la hacían sangrar polvos de arsénico. Así se sirvió la comida fúnebre, entre los olores del vapor colorido que sazonaban aquellos manjares convertidos en una olla de café, que siendo diluida con agua de panteón, acompañaba a un  plato de barro que contenía un montón de papel picado de todos los colores posibles. Eso fue lo que se sirvió, esto fue lo que comieron, aunque claro, no podía faltar el toque de miseria que acompañaba al momento y las trece cucarachas que esperaban impacientes los restos de aquel banquete. Pero esta era la costumbre, una costumbre forjada a través de los lustros fugaces que más bien, como ya sabían tus ancestros, hedían al perfume de una sinfonía de colores. Y aun cuando acabaron de deglutir sus deliciosas raciones, podían sentir todavía el vacío asqueroso de la muerte rondar por sus intestinos rosas, aunque ahora no les importaba porque había llegado el momento de partir hacía la última morada. 
Cuando salieron de aquel lugar, casi huyendo por la pestilencia de los deliciosos vapores sagrados y de las suntuosas letanías añejas, comenzó una gran tormenta. Empezaron a llover ya, pequeñas y muy finas flores violetas, rosas y azules pastel alrededor de la procesión, cual alegoría, como si el poder del cielo respetara aquel luto agonizante y agachara la cabeza en señal de veneración. Caminaban por el  empedrado con el cuerpo sobre lo más alto, con sus chorreantes tinturas coloridas que dejaban el rastro de un camino vivaz de terrible destino y que lanzaba hacia la bóveda celeste sus gases funerarios, como si se tratara de incienso en una celebración pagana. Los secos, áridos y dolientes árboles a los lados del camino lloraban de desdicha, arrancando sus hojas de jalón y sangrando un néctar blancuzco y muy maloliente, casi tan asqueroso como el olor de las amapolas. Y así caminaron por aquella sofocante y muy desgastante calzada llena de lamentos, llena de rayos solares quemantes y llena de aguas negras que decoraban el paisaje dándole un carácter divino. Pero habían estado allí ya más de doce mil seiscientos segundos y la espesura de la alfombra de flores a su alrededor hacía cada vez más difícil el avance, que aunado al estado de letargo de la mayoría de los presentes por la inhalación de los sacrosantos cantos y vapores coloridos, retrasaban el venturoso final.
No obstante, por fin llegaron al río, que más bien era una especie de corriente marítima reseca y atascada de raíces de cedro, de cuyas bifurcaciones parían cantos gregorianos con sabor a color añil. Allí mismo, enfrente de la salvaje corriente, bajaron su cuerpo de chimenea de la madera sagrada que lo había sostenido durante tres mil minutos astrales; ya putrefacta de tanta humedad colorida y con astillas sueltas que encarnaban el dolor de la procesión, para luego depositar el cuerpo dentro del río. Entonces, en ese instante hubo sólo silencio; uno tan profundo como los abismos del paraíso. Todo alrededor se calló de golpe y de golpe igual, el dolor sacudió la tierra, las ramas, haciendo que los vapores de colores y los ríos de arcoíris desaparecieran tras una imponente danza. Dolía entonces tanto como la hermosa mañana en comenzó el martirio. Era un milagro el haber sobrevivido y aunque no todos compartían ese secreto, la mayoría tenía la dicha de gozarlo. Un goce hipócrita dibujado con carboncillo helado, tan helado como el espeso olor a muerte que rodeaba a aquellos dolientes. Y las flores caídas del cielo se convirtieron en piedras preciosas cuando durante aquel eclipse volcánico, echaban su cuerpo al río de ramas salvajes. Y mientras la palidez de su cálido semblante se convertía en una prieta y maravillosa mueca, todos los presentes coreaban cantos coloridos que formaban un espectro envolvente cuyo aroma incineraba al cadáver. Los rezos se convertían ya en alaridos y las plegarias en gritos de compasión, pues aquellos coros minerales alejaban a una vieja amiga que comiendo un plátano maduro, estaba sentada en un grueso carrizo casi enfrente de ellos observando su prístina condición. Y así, cuando ya casi el cuerpo se deshacía en harapos de piel putrefacta, de repente este se consumió portentosamente en una gran montaña de polvo de múltiples olores que comenzó a multiplicarse dentro del río hasta formar un cauce musical que entonando con fuerza la mayor sinfonía colorida, regaba toda la estepa, pudiéndose olerse a muchos kilómetros de distancia y haciendo vomitar a todo aquel la escuchara por su beldad.
En aquel momento comenzó otra llovizna, pero esta vez cayeron con gran intensidad y violencia desde el cielo, diminutas flores blancas de limonero contrastantes con la calma del cauce del río y los sollozos de los presentes. Entonces decidí retirarme del lugar y caminando impaciente, comencé a recorrer el empedrado lleno de dolor y de martirio, sin siquiera  voltear a ver el final de aquella maquiavélica escena. Y mientras cada uno de mis pasos resonaba con furia en notación espectral dentro de mis retinas, podía percibir un delicado aroma que sonaba dulcemente en la finura de mis papilas gustativas. Con eso, comenzó de nuevo la angustia y el sofoco helado a recorrer mis venas, espolvoreando risas macabras y miradas sugestivas mientras trataba de que mis piernas se desanclaran del piso para moverme más deprisa y con un poco de suerte, volar a través de mi zozobra. Pero tropezaba con las diversas piedras preciosas acostadas en el piso en tanto las flores blancas empezaban a cubrir mi cintura, obligándome a sumergirme dentro de esa vertiente florar y nadar por mi virtud y mi derrota. Cuando salí a la superficie, vi que la lluvia había parado y que todo alrededor se había convertido en un mar de flores blancas que emitía una canción dulcísima, pero entonces, también me di cuenta que esta vez no era el mar el que cantaba. Al alzar la mirada, observé que al fondo y sobre un empinado risco estaba la Muerte. Era una bella doncella con frívolos cabellos de diamantes, desesperanzados ojos de esmeraldas, la piel tan blanca como el interior de una guanábana y una sonrisa angelical llena de perlas. Iba vestida con una túnica de dorados flameantes y terciopelo negro que la cubría desde el cuello hasta los pies; de sus hombros colgaban varias cadenas amargas a los ojos, las cuales sujetaban dos lunas de zafiro. De sus manos salían rezos en forma de sonatas en tonalidades etéreas de colores morados, rojizos e índigos que liberaban sus hedores en todo el blanquecino océano. Y de pronto, en un fugaz instante se posó frente a mí. Entonces sentí como una luz fina recorrió mi alma desgastando cada pedazo de amor que se encontraba en mí y arañando los cantos sagrados que había entonado durante mis treinta y ocho agonías lunares cuando de repente posó su hipnótica mirada sobre la debilidad de la mía. Sólo tú recordarás como era. Sólo tú sabrás el dolor que me ha causado. Sólo tú entenderás el sufrimiento, la miseria, la desdicha, la zozobra, la angustia, la agonía, la desesperanza y el penetrante malestar de las espinas que han salido de tus ojos, recorrido tu rostro y llegado hasta tu garganta, desgarrando cada pieza de dicha y de fe. Y finalmente, sólo tú entenderás el momento en que decidí liberar mi espíritu estallando mi cuerpo en una masa de aires universalmente coloridos para sacudir ferozmente a esta Muerte hasta asesinarla, soplando cada vez más fuerte nuestro perfume en una sinfonía de colores que reviviendo los dolores, marchitaba a aquellas florecillas blancas y alejaban por fin a nuestra vieja amiga.

Y al final no quedo nada. Ni los colores, ni los olores, ni los sabores,  ni los vapores, ni las sinfonías, ni las ganas de esperar de nuevo a otra conocida Muerte. Sólo quedaba la misma cariñosa mujer, que ya sentada en la orilla de su cama como de costumbre y mientras tejía delicados y tiernos suéteres para su amada familia, observaba al más joven de sus nietos colocar nueve rosas blancas enfrente de ella, que siendo incapaz de verla, sólo trataba de olvidar el día de su funeral. Pero súbitamente sus miradas se cruzaron y mutuamente sus caras se iluminaron con cálidas sonrisas que derretían el tiempo y la habitación donde se hallaban en recuerdos y añoranzas de su lugar de origen y al cual nunca volverán.

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Alejandro Iván Flores Chávez